viernes, 25 de febrero de 2011


II
 
Cinco gallos eran, todos prietos.
Vivían en los cinco cuartos de la casa de verano en Misiones donde Soledad llegó a pasar gran parte de sus días.
Ese verano recorrió los muebles de ébano con sus manitas de cinco abriles. Algunas hojas se habían infiltrado durante el último año y se esparcían por el piso de maderas crujientes.
A veces, Soledad tenía la sensación de que ese piso hablaba, con una voz grave y arcana, contando remotas historias de continentes lejanos desde donde había venido viajando en barcos asturianos. Podía escuchar las olas de un océano embravecido con espumas altas repletas de hipocampos. Sabía además, que aquellos eran caballos de Neptuno, el emperador del mar que bailaba junto a su dinastía de sirenas, medusas y narvales.
Fue en ese primer verano cuando los cinco gallos negros vinieron a recibirla, Soledad pequeña corrió tras ellos por el jardín de cedros, guatambúes, arbustos y helechos donde habitaban insectos gigantes. Los persiguió por el gran caserón aún sin despertar bajo el letargo de los lienzos blancos.

Dormían junto a ella en los lugares más estrafalarios: uno de ellos a los pies de su cama, otro sobre la pantalla de la lámpara alta traída de Indonesia, dos en el borde del ventanal que daba al patio de baldosas rojas y el más grande de todos, sobre su cabeza. Durante las tardes, se escondían para que la niña los encontrara, otras veces, jugaban a buscarla.
A Soledad le gustaba internarse en la biblioteca del salón principal, donde podía pasarse horas leyendo los libros de su abuelo Andrés quien, después de su muerte, los había dejado como tesoro para su nieta de largos cabellos negros. Los libracos contenían información variada de medicina pues el viejo siempre había soñado con ser cardiólogo ó cirujano, también los había de ingeniería y física cuántica, religiones e historia mundial. Pero los que más le gustaban a Soledad eran los del estante más alto, no sólo porque tenía que subir la escalera preparada especialmente para esa estructura, sino porque los libros que allí se hallaban tenían muchas ilustraciones: cuentos y leyendas repletos de imágenes se hacían lugar entre página y página. Deidades con arco y flecha, arpas y espejos; hombres con patas de cabra o cola de pez; seres diminutos de bosques muy distintos a los que ella estaba habituada a ver, pues la vegetación estaba llena de robles y abetos, árboles jamás vistos en su paisaje.
Aquellos dibujos desarrollaban en la niña poderosas visiones que se corporizaban entre sus manos, modelando en barro dragones chinos; unicornios; aves rapaces con pechos de mujer que más adelante se sintetizarían en esculturas abstractas de senos, picos y alas; nereidas de cuerpos generosos entre caracolas y estrellas de mar; grifos; escarabajos de oro; hombres con cabezas de perro, carneros y felinos. Una amalgama de seres mitológicos unidos a las imágenes de las bestias selváticas que habitaban la región. El sinfín de figuras quiméricas representaban yaguaretés cubiertos de plumas, murciélagos con colas de yarará, coatíes y puerco espines con alas de mariposas celestes, valientes guerreros cuyas largas extremidades terminaban en dedos de lagartija y testas amenazadoras de caimanes. Su favorita, era una pequeña escultura de un niño de pies enormes sobre los que se posaban, graciosas, cinco gallinas blancas. Estos personajes llenaban su cuarto, los patios de la galería y la biblioteca. Pronto, y para preocupación de sus padres, comenzarían a ocupar otras habitaciones, entonces le prohibieron a Soledad que continuara con sus locuras gigantes.

Sin embargo, la criatura, acompañada por sus fieles gallos, se escabullía por las noches más allá de los límites del jardín donde había tierra roja, húmeda y fresca, ideal para hundir sus manitas en ella y crear nuevamente esos seres fantásticos que se deshacían con cada lluvia y que ella volvía a construir una y otra vez. Los animales, atraídos, se acercaban en bandadas de tucanes, grupos de monos, serpientes y carpinchos. Entonces, el lamento melancólico del surucuá se unía al de los boyeros y los loros. Las mariposas salpicaban de azul lianas y trepadoras. En profunda fraternidad, la selva la abrazaba protegiéndola en la penumbra, mientras las semillas voladoras de los árboles altos, caían liberadas sobre su cuerpecito bañado de rocío.

Aquel libro de lomo ancho era uno de los pocos que conservaban la lámina plastificada cubriendo las tapas originales en donde se repetían los títulos y el autor: "Arte Precolombino en la Argentina, de A. Rex Gonzales"
Las imágenes ilustraban las pinturas rupestres de los primeros hombres que habitaron el suelo del lugar; cuando Soledad lo descubrió sintió que esas fotografías querían decirle algo, una sensación abismal le recorrió el cuerpo, el vértigo que le producía mirarlas la convenció de que detrás de todo eso había un significado más profundo y decidió que ya no modelaría más. A partir de ese momento, el caserón se invadió de ñandúes con cuellos larguísimos, entraban y salían guanacos preñados, la cocina era recorrida por grupos de cazadores que se mezclaban con los olores a pan horneado y anís, en la sala de estar tenía lugar una danza ritual de figuras estilizadas unidas por líneas delgadas. Así, aunque los padres de la niña hubieran querido evitarlo, debían convivir ahora con siluetas de largos penes e hileras de puntos rondando los cuartos.

- Son seres zoomorfos - decía Soledad ensimismada en sus lecturas, cuando alguno de los adultos intentaba descifrar lo que ocurría en esa casa hechizada.
Con los meses, se fueron acostumbrando pues no eran para nada dañinas y después de todo no hacían ruido. Así fue como transcurrieron aquellos primeros años de infancia de Soledad quien, además, nunca se separaba de sus gallos negros, hasta aquella tarde en la que alzaron vuelo y se perdieron en el horizonte.
Pero eso ocurrió mucho tiempo después.

jueves, 24 de febrero de 2011


I


Se sentó a esperar bajo los algarrobos donde algunos paisanos habían construído la pequeña gruta en honor a la Virgencita de La Mirada. Cerca de allí, se hallaban las pinturas rupestres de los Antiguos.
Milton continuó aguardando el atardecer, hora en que por alguna razón imposible de explicar, ocurrían los fenómenos más extraños. Los cantos suaves llegaron a los oídos del chico casi como una ensoñación. Los colores se hicieron más intensos a medida que el sol se escondía tras las rocas cercanas. Milton se echó panza arriba lanzando un largo suspiro y se preparó para dormir otra noche cerca de la virgencita, convencido de que así, ayudaría a salvar la salud de su hermana. Entrecerró los ojos y observó una de las últimas nubes iluminada por el fuego que se despedía. Tenía la forma de un guerrero que corría detrás de un animal de gigantescas proporciones. La imagen era tan vívida que hasta creyó ver el rastro de sangre provocado por las heridas que el hombre le había hecho. De pronto, sintió unas gotas golpeando sobre el torso desnudo. Sobresaltado, se incorporó para secarlas pensando que tal vez no era prudente permanecer al aire libre durante la tormenta que se anunciaba. Al pasar su mano sobre el pecho advirtió que la temperatura del líquido era elevada, algo previsible si se tiene en cuenta que las lluvias cálidas abundaban durante el verano.
Sin embargo, Milton observó impresionado que aquello no era agua, sino sangre. Y tan verdadera como su propia existencia, meditó comprobando que por su sabor dulzón definitivamente era sangre.
Miró en todas direcciones al descubrir que no caía nada desde el cielo. Se asomó a la gruta pero no encontró más que la pequeña estatua de yeso pintada, algunos juguetes y pertenencias de aquellos fieles a quienes Ella había premiado con la gloria eterna.
Le pareció a pesar de todo, que la virgen tenía los ojos más grandes que de costumbre pero pensó que tal vez nunca se había detenido a observarlos con atención porque no resultaba fácil hacerlo.
La virgencita de La Mirada había sido construida por una mujer del pueblo a quien también se le había encargado la talla del Cristo de madera que ahora se erguía en la iglesia principal. A Milton le causaba un poco de impresión aquella imaginería de alta decoración barroca, heredada de los primeros españoles que llegaron a estas tierras allá por el siglo XVI. Su gesto generoso, de palmas abiertas recibiendo al ciego de espíritu para darle sosiego; el regazo cubierto de sedas rosas con bordados de oro; su corona de estrellas y lunas celestes; los peces entre sus pies desnudos, símbolo del despojo material y el sacrificio divino. Y por último, esos ojos verdes, enormes ojos verdes siempre húmedos, pues el cristal con que estaban hechos le proporcionaba un realismo tal, que resultaba difícil sostener la mirada humana en ellos.
El lugar, siempre fresco, reconfortaba al peregrino durante los momentos en que acercaban sus ofrendas: yesos con forma de brazos y piernas, cadenitas, cartas de agradecimiento, alguna que otra pluma de carancho, y sobre todo restos de antiguas gafas. Esparcidos por todo el suelo, los vidrios descansaban convertidos en trocitos, pues unas de las creencias era que al recuperar la visión del alma, debían destruirse los cristales hasta convertirlos en polvo y dejarlos a sus pies como regalo.
A Milton le gustaba observar durante horas esa cueva llena de luces que se reflejaban en las paredes terrosas y despedían haces indicando el camino para llegar a ella. Parecían encender las flores ofrecidas como tributo a sus milagros.
Con la sangre en su mano, volvió a mirar a su alrededor y no encontró nada que indicara de dónde provenían aquellas gotas . A pesar de todo, se animó y volvió a mirar a los ojos a la virgencita. Conteniendo la respiración mantuvo los párpados apretados y el ceño fruncido y, sin pensarlo más, los abrió de golpe considerando que cuanto más rápido lo hiciera, le resultaría menos aterrador. El resplandor esmeralda de las pupilas le daba la impresión de que realmente podía verlo. Se tapó la boca y durante unos segundos más insistió obstinado con el desafío.
 
Fue entonces cuando escuchó unas voces susurrando del otro lado de la gruta. Giró su cabeza y descubrió atónito al animal que corría bajando a través de los matorrales, perseguido por el guerrero. Lo que le llamó la atención fue que no parecían de carne y hueso, sino que conservaban el aspecto de las pinturas rupestres que se hallaban a pocos metros del lugar. Algunos saltamontes atravesaban los arbustos. Siguió las huellas de sangre hasta las rocas pintadas; un fuerte olor a tabaco y ramas quemándose inundaba el paisaje. Se acercó al fuego tenue que despedía brillos azules en la punta de sus lenguas y encontró a un hombre echando cenizas sobre él. Musitaba un cántico sagrado y caminaba de cuclillas haciendo sonidos rítmicos cuando pisaba las raíces que él mismo había esparcido. Cubría su espalda una manta de fibras cosidas y anudadas, y le colgaban de aquí y allá, algunas uñas de armadillo y diminutos cráneos de roedores formando parte del tejido.
Milton se sentó frente a él. Alrededor de la luz celeste bailaban las figuras, ahora corpóreas, que alguna vez estuvieron atrapadas en las rocas. El hombre pitaba un cigarro grueso y dibujaba el aire con el humo. Un centenar de cigarritos encendidos formaban un círculo rodeando las llamas y dejaban caer sus cenizas sobre trozos de cactus florecidos. Inmóvil, un lagarto del monte se adhería a las piedras con sus dedos ventosos.
- Escuchá...la voz del viento te llama Milton - dijo de pronto el viejo.
El chico no alcanzaba a entender por qué conocía su nombre; sin embargo no habló. Se sentía relajado mirando el fuego que le recordaba a la corona de la virgencita y comenzó a invadirlo una sensación de bienestar poco usual.
- La voz del viento...Cinco gallos oscuros como la noche...te están llamando Milton - susurraban los labios   del  hombre, mientras el lechuzón posado en su espalda giraba la cabeza y emitía buidos, arrullándolo.
La hoguera, cálida y acogedora acunó al niño que se dormía profundamente. Cuando despertó no había nadie allí, sólo algunos restos de ramas carbonizadas. Se levantó un poco mareado y buscó al hombre rodeando las piedras sin encontrarlo. Las figuras rupestres habían vuelto a ser pinturas, con su eternidad plasmada de ritos y creencias.
Los trinos de los chingolos lo hicieron volver en sí y se dio cuenta de que el sol comenzaba a despuntar. Colina abajo se hallaba su casa donde seguramente se habrían despertado para empezar con la faena cotidiana. Descendiendo las planicies, saludó a la virgencita sin mirala, ya había tenido suficientes emociones durante la noche. Con un trotecito lento bajó esquivando las matas hasta llegar a su hogar. Pasó a través del jarillal colmado de flores amarillas.
Su madre tendía sábanas mientras los leños prendidos calentaban el agua traída del arroyo con la que prepararían las infusiones de yuyos y los paños calientes para el pecho de su hermana. Un grupo de loros bulliciosos se alimentaban desparramándose sobre los frutos escarlata de los piquillines.
Las gallinas blancas salieron a su encuentro cacareando con algarabía. A Milton le dio gusto estar de nuevo en casa. Se sentía bien aunque los mareos continuaban alterando un poco su equilibrio. El rancho de adobe pintado a la cal, resplandecía entre los sauces y los talas bordeando el curso del río, que bajaba nutriéndose del deshielo de las cumbres montañosas. Milton entró corriendo, tropezando con los cacharros colgados de las vigas, atrás, lo seguían sus amigas emplumadas.
Su hermana estaba acostada sudando de fiebre, se sentó a su lado y tomándole las manos las besó mientras rezaba un padre nuestro. La muchachita, complacida por el cariño que el niño le profesaba, sonrió despacio. El viento entró por la ventana en una ráfaga cálida perfumada de arrope de chañar. Una de las gallinas se subió a su cabeza y las demás se acomodaron alrededor de la joven. Milton rió agradecido y tomando eso como buena señal a sus súplicas salió disparado a contar el milagro.
- Lucero ha sonreído, Lucerito sonrió!- gritó abrazando a su madre por la espalda.
Su altura y su tamaño sólo podían abarcar una parte de las generosas caderas de la mujer acostumbradas al trabajo de lavar, cocinar y criar vidas ajenas, desde las ovejas del patrón hasta sus dos sobrinos, pues los padres de Milton y Lucero no habían regresado jamás de aquel mitin político y El Gringo había muerto algunos años atrás dejándola totalmente sola a cargo de los telares, los caballos y los quehaceres de la ranchería. De todas maneras aceptaba que los niños la llamaran mamá porque nunca había tenido hijos propios y a estas alturas, decía, ya no tenía la edad ni el hombre para hacerlo. Ahora, la desgracia se instalaba otra vez en sus vidas con la enfermedad de Lucerito; siempre había sido una niña de salud frágil pero con el tiempo sus gripes se hicieron crónicas. La jovencita tenía trece años recién cumplidos, cuando reía, sus labios dibujaban con la delicadeza del pincel un arco donde se dejaban ver todos sus dientecitos en hilera perfecta. Desde hacía algunos meses hasta ese momento, Milton extrañaba con locura la sonrisa de su hermana, que para él era la más hermosa del mundo y buscaba aplacar su dolor con paños, caricias y súplicas. El patrón había conseguido unos antibióticos, pero no los suficientes para cumplir con el ciclo recetado por el médico del hospital del pueblo.
Así y todo, la virgencita escuchó sus plegarias y entonces nunca su vida sería igual. A partir de ese momento, el chico subió todos los días al monte de la gruta para contarle a su nueva amiga los progresos de Lucero. No volvió a encontrarse con aquel viejo extraño, cuyas apariciones se comentaban en el pueblo. Decían que ese hombre, a quien algunos tomaban por brujo, se ocultaba de los mortales en el monte; otros creían que era un espíritu o una luz mala. Lo cierto es que tenía una nieta, era trapecista de un circo. Antes de empezar con su función, susurraba un canto indio que le había enseñado su abuelo. Decían que no era del todo humana y podía comunicarse con los animales, tanto era así, que las bestias enloquecían cuando ella se contorsionaba por el aire. Cuentan que un día, cansada de los maltratos, abrió las jaulas elevándolos a todos por los aires, convertida en un ángel de tormentas y nunca más la volvieron a ver. A partir de ese día, el abuelo se internó entre las piedras musitando las plegarias que había aprendido de sus ancestros y se dejaba ver pocas veces cerca de las paredes pintadas con símbolos indescifrables a los que la gente temía, evitando pasar cerca de allí cuando visitaban la gruta santa.
Sólo Milton, desde aquel encuentro, lo buscaba internándose entre las rocas; se preguntaba cómo esos diminutos guerreros, esos animalitos parecidos a un jaguar o un guanaco de vientre hinchado, podían bailar desprendidos junto a esos otros signos espiralados. Y qué significaban entonces sus palabras de humo y viento : gallos oscuros protegidos por la noche, lo esperaban más allá.
A veces sus gallinas blancas lo acompañaban y dormían junto a él bajo las estrellas; en esas ocasiones, a Milton le parecía escuchar otra voz que cantaba, lejana y dulce. Una voz como de flautas ó también de alas, un arrullo agudo de paloma que lo adormecía y hacía a sus gallinas mecerse al compás hasta quedar dormidas hechas un bollo de nube. La brisa helada se metía entre las plumas y los cabellos del niño mientras la luna se reflejaba en mil destellos de plata sobre los cristales rotos, en ofrenda a la mirada de la virgencita.